El vocablo
“verde” se puede utilizar en infinidad de temas y suele tener un sentido
favorable. Como ejemplo podemos poner las expresiones: “todo lo verde es
hermoso”; “el verde destaca en el arco iris”; “en las señales de tráfico”; “el
color de los ojos que seducen con una sola mirada”; “en las macetas que se
exponen en los balcones de algunas casas”; “en los jardines verticales”;
etcétera, etcétera. Es decir, el verde es mucho más que un color, mucho más que
un nombre, mucho más que un adjetivo. Es una forma de vida en la que la
naturaleza se muestra atractiva e importante. El verde nos transmite
tranquilidad y es el color de la esperanza.
Ante ello
los Estados han inventado los llamados “impuestos ambientales”, también
llamados “impuestos verdes”, de los que se sirven para mejorar el medio
ambiente.
Los
impuestos ambientales son aquellos destinados a gravar los comportamientos
nocivos, para lo cual se emplea un sencillo principio: “quien contamina paga”,
y son esenciales para frenar el cambio climático, sus ventajas y cuánto se
recauda. El cambio climático es la mayor amenaza medioambiental a la que nos
enfrentamos los seres humanos. Se dice que este cambio climático ha aumentado
en 1,1ºC desde la época preindustrial y, de no cumplir el objetivo del Acuerdo
de París en el que todos los países se comprometían a reducir un 2% el calor de
su territorio, las consecuencias podrían ser catastróficas. Es necesario
reducir la emisión de gases de efecto invernadero a nivel mundial. Los organismos
internacionales, uno de ellos el Fondo Monetario Internacional (FMI), coinciden
en que una herramienta clave en la economía internacional es la de los
impuestos ambientales.
De acuerdo
con el marco estadístico desarrollado conjuntamente en el año 1997 por
Eurostat, la Comisión Europea, la Organización para la Cooperación y Desarrollo
Económico (OCDE) y la Agencia Internacional de Energía (IEA), los impuestos
cuya base imponible consiste en tributar a una unidad física o similar de
algunas materias influyen específicamente en el medio ambiente.
Entre los
beneficios de los impuestos ambientales se incluyen algunas cuestiones tales
como: internacionalizar las externalidades negativas; promover el ahorro
energético y la utilización de fuentes renovables; desincentivar comportamientos
antiecológicos; incentivar a las empresas a innovar en sostenibilidad; generar
recaudación para los Gobiernos que puedan servir para bajar otros impuestos,
etcétera, etcétera.
Todo este
tipo de impuestos ambientales, que actualmente se les llama “impuestos verdes”
o “fiscalidad verde”, a nivel internacional son: las emisiones de monóxido de
nitrógeno (NO) y de dióxido de nitrógeno (NO2) que se producen en la
combustión; las emisiones de dióxido de azufre (SO2), principal
causante de la lluvia ácida; las gestión de residuos domésticos, comerciales,
industriales, de construcción, etcétera; el ruido producido por el despegue y
aterrizaje de los aviones; productos energéticos cuya combustión genera
emisiones de CO2; fuentes de polución de agua; el manejo de la
tierra y la extracción y uso de residuos naturales; la producción industrial que
reduce la capa de ozono; el transporte, matriculación, uso, importación o venta
de vehículos contaminantes; etcétera. El sector más afectado por la fiscalidad
ambiental es el energético. Un acuerdo sobre la energía en la Unión Europea
(UE) que representa más de las tres cuartas partes para los medioambientales,
muy por delante de los impuestos sobre el transporte.
Cada vez
más son las empresas comprometidas con el medio ambiente, por eso las
estrategias para evitar estos impuestos verdes están creciendo motivadas por el
ingenio del empresario. Esto suele llamarse “marketing verde”, sobre el que
hablaré en un futuro artículo.
Novus Ordo
Seclorum, traducido como “Nuevo Orden de las Eras Antigua, Media, Nueva y
Contemporánea”.
Vicente Llopis Pastor
22 de noviembre de 2024
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