Tal como he prometido, voy a seguir escribiendo sobre “El diario secreto de Napoleón Bonaparte (1769-1821)”, que fue escrito por el italiano Guiseppe Maria Lo Duca (1910-2004), basándose en información escrita de las múltiples biografías que se han editado sobre Napoleón, así como documentos, cartas y materiales históricos manejados por historiadores conocedores de la biografía de nuestro personaje. A partir de ahora, lo presentaré como un diario con fechas determinadas que se inicia en el momento en el que, con el golpe de Estado del 18 brumario, comienza a gobernar Napoleón como uno de los tres Cónsules, y describiré lo más significativo de su “diario” hasta su fallecimiento; incluyendo fechas de nacimiento y muerte de cada personaje, aunque él, en su momento, no las expresara directamente, al encontrarse en vida. Continúo con la época en la que Napoleón fue proclamado Emperador, está casado con María Luisa de Austria, y su posterior declive:
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La Ermita (Isla
de Elba), 3 de septiembre de 1814.
Las cenizas de la mañana me han
encontrado feliz, pero lúcido. Deseaba a María. No la deseo más. He tocado una
cima después de la cual sólo hay silencio.
Cierto que aún podría conocer la
voluptuosidad del cuerpo de María. Pero me haría su esclavo y el hábito mataría
mi destino. En esto la mujer nos traiciona y su amor ya no es amor.
María debe partir. Sus lágrimas
brillarán como las joyas que ha querido dar para mi tesoro, pero no debe
quedarse ni un día más. Con ella partirá el único pesar que podría sentir al
arriesgarme una vez más.
Yo no moriré en una pequeña isla.
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Isla de Santa
Elena, Les Eglantiers, 18 de octubre de 1815.
Aquí sopla un viento
furioso que me corta el alma, un viento de país sin retorno. He pedido
hospitalidad en Les Eglantiers mientras terminan de pintar mi cárcel. Me han
acogido dos niñas, las niñas Balcombe, que hablan un poco de francés. La pequeña,
Betzy, parece muy atolondrada; pero hay algo en ella que me seduce.
Mi pequeña Corte está
abrumada. El Conde Las Cases tiene el rostro del color del más hermoso
pergamino. Gourgaud (1783-1852), soldado francés, en cambio, está rojo como un
tomate.
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Isla de Santa
Elena, Les Eglantiers, 22 de octubre de 1815.
Betzy tiene catorce años. No conoce el
miedo ni respeta nada. Me llena de preguntas raras. Ella es lo imprevisto; el
pájaro ligero que, de repente, alza el vuelo en medio de un claro del bosque. Abre
sus ojos azules y me pregunta si sé tocar el arpa, si es verdad que una vez
estrangulé a una mujer con mis propias manos y si es verdad que he tenido un
harén en Egipto.
Betzy parodia a todo el mundo y sus
bromas me hacen soportable la realidad. Tiene el corazón puro. He tenido que
esperar hasta Santa Elena para encontrar el encanto de un ser que no da más de
lo que tiene, pero que de esto lo da todo.
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Isla de Santa
Elena, Les Eglantiers, 31 de octubre de 1815.
A través de Betzy veo flores por todas
partes. Jugamos mientras el Chambelán y el Gran Mariscal nos miran con la mayor
desaprobación. Hoy me ha dicho: “No sois tan célebre como creéis. Conozco a un hombre
que nunca ha oído hablar de vos”.
Y me ha llevado a ver al viejo
jardinero, Toby, un esclavo malayo. Y le pregunta: “¿Has oído hablar alguna vez
del Emperador Napoleón?”.
Toby la mira sorprendido y mueve la
cabeza negativamente. Betzy le dice, como para ayudarle a recordar: “Se trata
de un tal Napoleón Bonaparte, Emperador de los franceses, Rey de Italia…”.
El Conde Las Cases, que se había
acercado, no quiere ser menos que Betzy, y añade: “EL hombre que ha conquistado
el universo con la fuerza de sus armas, que ha sido durante años el dueño de
Europa, donde ha hecho triunfar la religión”.
Toby, por fin, murmura: “Si estáis hablando
del Gran Rajá Siri-Tri-Buvana, el único que sometió a todos los pueblos
malayos, os advierto que hace tiempo que murió”.
Betzy está orgullosa de su
descubrimiento. Hice dar unos cuantos napoleones al jardinero, de los que
tuvieron que explicarle el valor.
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Isla de Santa
Elena, Les Eglantiers, 31 de marzo de 1818.
Sin duda, a lo largo de mi vida, no
concedí mucha atención a las mujeres. Y ahora ellas, en venganza, pueblan mis
sueños. Yo voy recordando, en sueños, a todas las que he conocido y amado. Pero
aquella cuya imagen nunca se borra de mis ojos es Josefina. Gracias a ella me
hice completamente afrancesado. Ella me quitó mi nombre corso y ella hizo de mí
el hombre de mundo que supe ser después.
¡Qué mujer!; ¡qué gracia!; ¡qué piel! Su
recuerdo me hace estremecer. Nunca me pidió dinero, pero contraía deudas por
millones. Y si sonreía poco era debido a que tenía los dientes malos.
También me acuerdo de María Luisa, tan
dulce y sencilla, tan sensual por naturaleza, y que ahora está bajo el yugo de
otro macho, de ese Adam Albert von Neipperg (1775-1829). De todas estas mujeres
que he conocido no me queda sino el recuerdo de sus cabellos, de sus pechos, de
sus sexos sin fondo.
Y se me presenta también la imagen de la
pequeña Betzy, que fue solo una especie de vaso de agua helada en el desierto. Y
que me dijo una vez: “Pero yo soy una chica como otra cualquiera, y soy rubia,
tal como os gusta”. Y creo que lo decía con un matiz de pesadumbre.
Napoleón fallecería tres años después en
Santa Elena, el día 5 de mayo de 1821.
Amigo lector, mañana completaré el
tema con una aportación propia mía sobre “Napoleón y las mujeres”. Continuará.
Vicente Llopis Pastor
28 de julio de 2021
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