Tal como he prometido, voy a seguir escribiendo sobre “El diario secreto de Napoleón Bonaparte (1769-1821)”, que fue escrito por el italiano Guiseppe Maria Lo Duca (1910-2004), basándose en información escrita de las múltiples biografías que se han editado sobre Napoleón, así como documentos, cartas y materiales históricos manejados por historiadores conocedores de la biografía de nuestro personaje. A partir de ahora, lo presentaré como un diario con fechas determinadas que se inicia en el momento en el que, con el golpe de Estado del 18 brumario, comienza a gobernar Napoleón como uno de los tres Cónsules, y describiré lo más significativo de su “diario” hasta su fallecimiento; incluyendo fechas de nacimiento y muerte de cada personaje, aunque él, en su momento, no las expresara directamente, al encontrarse en vida. Continúo con la época en la que Napoleón fue proclamado Emperador y, posteriormente, su éxito decayó en las batallas contra España y contra Rusia:
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París, 29 de noviembre
de 1809.
Mi hermana Paulina (1780-1825) me trae
otra mujer, Cristina de Mathis, tan rubia como morena era Elena. He pasado la
velada con ella. Demasiado perfumada. Demasiado sensual. Demasiado delgada.
Además ahora mi corazón no está para esos juegos.
Hace un mes que retraso el momento de
hablar con Josefina. Pero está decidido. He de hablar con ella.
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París, 30 de noviembre
de 1809.
Ceno a solas con Josefina. Imposible
decir cuál de nosotros estaba más apurado. Ni una palabra hasta el momento en
que hablé de generalidades, de la salud del Imperio, de la necesidad de un
heredero para mi dinastía. Ella me interrumpió, como mujer y a sabiendas de que
no tenía razón diciéndome: “Ya no me amas”.
Mientras hablábamos después, yo pensaba
lo difícil que resulta decir la verdad y que nos la comprendan. Le habría
podido decir que la he amado durante catorce años. Que nuestro amor ha sido un
contacto carnal inolvidable y nuestro matrimonio un intercambio de
transpiraciones. Que ella me ha dado la chispa que mi vida necesitaba. Que ella
ha apaciguado mis sentidos. Que ella ha satisfecho mi deseo. ¿Qué importa lo
demás? Aunque nuestros caminos se separen, nada puede borrar las horas de
bienestar que hemos tenido juntos.
Que una mujer, cuando las cosas se ponen
en contra, no razona, y sólo es sensible a la desesperación. Mis palabras no la
habrán consolado. Sus pies, de repente, parecían demasiado débiles para
soportar el peso de su cuerpo agotado. Vi doblarse sus escarpines como si el
tobillo se le deshiciera. Y Josefina cayó, el cuerpo doliente y el alma herida.
Llamé a Bousset, mi ayudante de cámara,
y la bajamos a su habitación. De la boca de Josefina salían lamentos sordos.
Bousset tropezó con mi espada. No puedo explicar el sufrimiento de Josefina. El
mío sí. Es como si, con el corazón encogido, saboreara algo más amargo que el
ajenjo.
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Compiègne, 20 de
marzo de 1810.
María Luisa de Austria (1791-1847) me
gusta. Tiene esa carne alemana rubia, voluptuosa y sin misterios, que fascina a
un hombre del mediodía. He vuelto al castillo en su coche. Yo debía dormir en
la casa de la Cancillería, pero algunas intimidades, en la calesa, despertaron
mi curiosidad.
María Luisa, sin embargo, resistió. Tuvo
que vencer sus escrúpulos. Llamé al Cardenal, mi tío, y le pregunté:
-“¿No es verdad que estamos casados?”.
Fesch (1763-1839), Cardenal de la
Iglesia Católica, con excesiva habilidad, contestó:
-“Sí, Majestad, de acuerdo con las leyes
civiles”.
Así, pues, anuncié a María Luisa, en voz
baja, que iría a visitarla cuando estuviera sola en la cama.
Sólo una biblioteca me separaba de su
habitación. Llegué. Y ella lo hizo todo riendo. Es diferente de Ester. Es una
encantadora niña. Esta mañana las camareras han visto las sábanas manchadas de
sangre. Me he quedado un buen rato a su lado. La Archiduquesa y Emperatriz me
recuerda un pinzón rosado.
(María Luisa se casó con Napoleón
Bonaparte y tuvieron un hijo al que llamaron Napoleón II “El Aguilucho”
(1811-1832), criado en la Corte de Austria. Murió de tuberculosis a los
veintiún años de edad.
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Compiegne, 20 de
abril de 1810.
Vamos a partir hacia Bélgica y Holanda.
Estoy encariñándome con María Luisa. Su calor confiado, su sonrisa y todavía
guarda el recuerdo de la infancia, su juventud plena y firme, me atraen. Este
viaje nos aproximará aún más. La hija de una monarquía terrestre verá la fuerza
del mar y en acción al dueño de esa fuerza.
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Amberes, 4 de mayo
de 1810.
Si mis cálculos son exactos, María
Walewska debe estar a punto de dar a luz un hijo mío. Seguramente será varón.
Hemos decidido llamarle Alejandro. Es para mí como una prenda que ofrezco al
destino y al recuerdo de mi amistad con el Zar. Alejandro dormirá su primer
sueño en una cuna de caoba guarnecida con laureles de plata y una “A” coronada.
Su padre se la envía.
(Este hijo ilegítimo de Napoleón
Bonaparte y María Walewska, llamado Alejandro (1810-1868), fue un político y
diplomático polaco y francés.
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Fontainebleau, 15
de noviembre de 1810.
Caza, misas, bautizos, teatros, salones,
recepciones, decretos y firmas; así pasan mis días. Estoy engordando y tal vez
mi humor se resiente de ello. Mi Corte me detesta cada vez más. Después del
bautismo del Príncipe Carlos Luis Napoleón, mi sobrino, un prelado pronunció
una plática llena de servilismo: “Dios hizo a Bonaparte y descansó”, dijo de
pronto, visiblemente contento de su hallazgo, hasta el punto de permitirse una
larga pausa. Un confidente me dijo después que alguien, cuyo nombre no me quiso
decir, había murmurado: “Dios hubiera hecho mejor en descansar un poco antes”.
Por un momento me he imaginado a toda mi
Corte desnudas, abandonadas todas sus pieles a la blancura de las carnes,
dilatados sus esqueletos, hinchados sus vientres de orgullo, torcidas sus
espaldas de tanta reverencia.
Amigo lector, en los próximos
artículos reiteraré los numerosos tratos de Napoleón con las mujeres. Sobre
ello seguiré informando. Continuará.
Vicente Llopis Pastor
26 de julio de 2021
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